barcos que en el muelle para siempre han de quedar...
Sombras que se alargan en la noche del dolor;
náufragos del mundo que han perdido el corazón...
Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar,
barcos carboneros que jamás han de zarpar...
Torvo cementerio de las naves que al morir,
sueñan sin embargo que hacia el mar han de partir...
¡Niebla del Riachuelo!
yo sigo esperando...
¡Niebla del Riachuelo!
De ese amor, para siempre,
me vas alejando...
Nunca más volvió,
nunca más la vi,
nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí...
esa misma voz que dijo: "¡Adiós!".
Sueña, marinero, con tu viejo bergantín,
bebe tus nostalgias en el sordo cafetín...
Llueve sobre el puerto, mientras tanto mi canción;
llueve lentamente sobre tu desolación...
Anclas que ya nunca, nunca más, han de levar,
bordas de lanchones sin amarras que soltar...
Triste caravana sin destino ni ilusión,
como un barco preso en la "botella del figón"...
Te oí decir... adiós, adiós... Cerré los ojos y oculté el dolor... Sentí tus pasos cruzando la tarde y no te atajaron mis manos cobardes. Mi corazón, lloró de amor y en el silencio resonó tu voz, tu voz querida, lejana y perdida, tu voz que era mía... tu pálida voz. En las noches desoladas, que sacude el viento, brillan las estrellas frías del remordimiento y me engaño que habrás de volver otra vez desandando el olvido y el tiempo. Siento que tus pasos vuelven por la senda amiga. Oigo que me nombras llena de mortal fatiga, para qué si ya sé que es inútil mi afán, nunca... nunca... vendrás. Te vi partir, dijiste adiós, temblé de angustia y oculté mi dolor. Después, pensando que no volverías traté de alcanzarte y ya no eras mía. Mi corazón, sangró de amor, y en el recuerdo resonó tu voz... tu voz querida, lejana y perdida, tu voz aterida, tu pálida voz. |
El arte de la voz
Por Diego Fischerman
A veces alguna casualidad, o la voluntad de alguien, o un simple error, altera un ritual. Y a veces esa alteración, con el tiempo, cuando ya nadie recuerda aquello que le dio origen, queda convertido en verdad. Nadie sabe exactamente cuándo fue que, en el tango, cantar mal se convirtió en estilo. No hay un origen comprobado para el dudoso parentesco entre desafinación y visceralidad pero se cree, o muchos creen, que aquel que verdaderamente necesita expresar algo no andará reparando en sutilezas y, por el contrario, que aquel que se preocupa por la “forma” lo hace por mero desentendimiendo del “contenido”.
Gardel, Charlo, Fiorentino y Marino cuando cantaban con Troilo, Raúl Berón, Oscar Serpa, Angel Díaz o el gran Goyeneche de los ’50 hablaban, sin embargo, de otra tradición. Una tradición encarnada en artistas para quienes resultaba esencial la preocupación por esa pequeña pausa antes de una determinada palabra, por la manera de adelgazar la voz para decir “silencio” o “noche”, o por el “aire” tanto o más que por la caja en la que resuena. No se trata de “no tener voz” sino de saber cuándo y cómo renunciar a ella para jerarquizarla aún más. No ser estentóreo todo el tiempo es, finalmente, una de las maneras de dar valor dramático a la potencia, al agudo prodigioso y hasta al grito.
Esta es una tradición, claro está, casi desaparecida. En parte porque son muy pocos los que han logrado –y los que podrían lograr– mantener esa filiación con personalidades propias. La gran pregunta del tango es: ¿Cómo ser gardeliano sin ser una imitación de Gardel? Y la respuesta, como en aquella conferencia en la que Borges citaba un capítulo de una enciclopedia referido a las serpientes en Islandia (“serpientes en Islandia: no hay”), se acerca a la imposibilidad. Horacio Molina, alguien capaz de cantar “Malena” con ternura (como corresponde) y de saber que cuidar el fraseo y la emisión es la manera de utilizarlos como medios y no como fines, puestos al servicio de la construcción de una canción, es, eventualmente, uno de los pocos baluartes de esa raigambre. Nadie podría jamás confundirlo con Gardel, pero el detalle que Gardel ponía en la interpretación está presente en la voz de Molina. Nadie diría que suena como Charlo o como Serpa, pero mucha de la delicadeza de la que ellos eran capaces forma parte de su universo expresivo. Es imposible considerarlo un goyenechiano, pero su manera de elegir cuándo “sacar” la voz y cuándo no hacerlo parece provenir directamente de obras maestras como esa “Alma de loca” que Goyeneche cantó con Salgán. El secreto de Molina tal vez sea sencillo. Hay algo en él que tiene que ver con lo milagroso y lo irrepetible. Un timbre de voz como el suyo, simplemente, es cosa de la naturaleza –y de la suerte–. Pero todo lo demás, la manera en que en Buenos amigos, su nuevo disco, canta algo que no es un tango, “La nochera”, o un tema tan remanido como “Chiquilín de Bachín” o sus extraordinarios dúos con Beytelman, “Malena” y “La última curda”, o la exquisita “Alfonsina y el mar” que hace junto a Luis Salinas, proviene de una sabiduría notable. La de entender que el tango, para que recobre significado, para que retome sus mejores tradiciones, debe olvidarse de su caricatura. Y que los tangos, para que vuelvan a tener sentido, deben ser, antes que nada, canciones. Esos viejos sortilegios en que la música inunda de significado algunos versos.
Y aquí está la entrevista de donde sale el comentario de Fisherman. Una larga charla con María Moreno para Radar (el suplemento cultural de Página/12) donde habla mucho de su familia y donde entre otras cosas justifica, para la mirada "progre" del diario su lugar de familia bien venida a menos. También habla de sus amores, quién puede dudar que es un gran conquistador, pero de esos sutiles y verdaderos, que nos gustan a todas. Encantador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario