Leer a Edward C. Riley, el gran especialista británico en Cervantes, siempre me pone de buen humor. Seguramente me podrán tachar de anticuada los cultores de la teoría moderna, pero es el tipo de crítica que me gusta. No hace descubrimientos apabullantes ni nos sorprende hallando en los textos aquello que jamás hubiéramos pensado que podría estar allí. Más bien pone luz sobre aspectos esenciales que tal vez pasaban desapercibidos, o que quizás notábamos, pero no habíamos llegado a definir o ponerles nombre. Y todo con amplio un conocimiento de la cultura de la época y un fino oído para el texto.
Ayer, releyendo su imprescindible Introducción al Quijote, me volví a encontrar con uno de esos pasajes que me enamoran. Tanto por la lectura que hace aquí Riley, como porque pone en palabras la sensación de melancólica simpatía, de encanto, que me provoca Cervantes.
Transcribo el párrafo en el que comentan las confusiones con la realidad que experimenta don Quijote en la Segunda Parte (1615), generalmente provocadas por otros personajes:
«En cierta medida, la ingenuidad de Don Quijote, su propensión a dejarse engañar por las tretas y las burlas de los demás, incluso cuando hay clara evidencia de lo contrario, son una prueba de su caballerosidad. Él siempre evita interrumpir el juego, esté o no de su parte. Pero, como acabo de indicar, la comedia de Don Quijote no puede compararse con la de la persona racional que no cree en serio en la fundamental realidad de los roles asumidos. Don Quijote confía en los embaucadores que se han metido en su juego pero que actúan con un espíritu muy distinto al suyo. Esto tiene implicaciones morales.
La alternativa a admitir que la moza campesina es Dulcinea, que el Caballero del Bosque (o de los Espejos) es un doble hechizado de Sansón Carrasco y que las aventuras del castillo son genuinas es afirmar que Sancho es un mentiroso, el bachiller un impostor y el Duque y la Duquesa unos frívolos bromistas. Estas acusaciones no carecen de fundamento, pero la negativa del Caballero a admitirlas lo honra. Él gana, y los demás pierden, en nuestra estima.
Ni siquiera Carrasco, el mejor motivado de ellos, sale demasiado bien parado cuando Don Quijote se pregunta con Sancho, en qué consideración puede caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese como caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, a pelear con él. "¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión para tenerme ojeriza?" (II, 16). Por ingenuo que parezca, Don Quijote tiene fe y confianza en sus amigos. Bajo la máscara de su locura hay en el hidalgo una benevolencia que lo redime de sus pequeños defectos.»
(E.C. Riley, Introducción al Quijote, Barcelona, Crítica, 1990 [1986], 141.)
Frente al cálculo y la desconfianza perpetua que parecen ser la norma tanto ahora como entonces (que no te engañen, no te burlen, no te hagan quedar como idiota), esta ingenuidad benevolente de Don Quijote retratada con ironía crítica por Cervantes, pero más que nada con mirada cariñosa, me conmueve y enamora.